Te invitamos a reflexionar en familia sobre las ideas que tenemos sobre la vejez, los hábitos que permiten reconocer y valorar a las personas mayores, la forma como las acompañamos para que puedan disfrutar un envejecimiento activo y, por supuesto, cómo prepararnos para nuestra propia vejez.
Los cambios fisiológicos que acompañan el proceso de envejecimiento condicionan ciertos hábitos y conductas y tienden a limitar la autonomía, más aún cuando familiares o profesionales de la salud, bien intencionados, reducen las posibilidades de decisión de los adultos mayores sobre su propio bienestar y salud al restringirla, en algunos casos, solo a brindarles información distorsionada o limitada.
De acuerdo con la idiosincrasia, el envejecer se comprende de diferentes formas. Para algunas culturas, el envejecimiento es un proceso constante de crecimiento en el que se alcanza la completitud, la experiencia y la sabiduría al final; para otras, se desarrolla a partir de un ascenso que llega a su plenitud en la juventud, que se mantiene en una meseta durante la edad madura y concluye con un declive.
Para nuestra sociedad pareciera un mandato el pretender mantenerse joven, como si el tiempo fuera un adversario; sin embargo, se espera que las personas desarrollemos la capacidad de adaptación continua, de cambiarlo todo a partir de la experiencia y de mantenernos dinámicos, algo que no logra ser del todo posible.
Se llega a viejo más rápido por la vía social que por la vía biológica
Anteriormente, la vejez se definía exclusivamente por la edad; aún en la actualidad se considera que una persona ingresa a la ‘tercera edad’ a partir de los 60 años pues así lo define la legislación; sin embargo, entran en juego varios elementos.
Si bien el deterioro físico y biológico que genera el paso del tiempo se contrarresta con los desarrollos en salud y salubridad que brindan mejores condiciones de vida y disminuyen, en algunos casos, el desgaste del cuerpo, socialmente se privilegia la juventud sobre la experiencia y los estudios sobre la experiencia empírica; de esta manera, en el mercado laboral hay una mayor demanda de jóvenes profesionales con estudios de posgrado y las personas que llegan a la cincuentena se perciben como obsoletas.
Cuando una persona se enfrenta a la vejez avanzada, generalmente, la acompaña la angustia, el miedo se encuentra a la orden del día y la sensación de impotencia crece cuando se relacionan con ella a partir de la dominación, cuando se le trata como si fuese un niño y se desconoce su capacidad de pensar diferente, incluso, su misma capacidad de pensar y decidir.
El momento de mayor complejidad llega cuando tiene que soportar que se actúe o decida sobre ella sin poder reaccionar, con pocas o ninguna explicación y, en algunos casos, sin poder preguntar. Entonces, el cuidado pareciera no ser un beneficio sino un castigo; no solo requiere apoyo para realizar sus actividades cotidianas, sino que se expone a que decidan en su nombre lo que le conviene o no.
Al no hacer del envejecimiento parte de nuestras relaciones en la familia y de nuestra sociedad, los ancianos terminan por ser abandonados o en manos de profesionales especializados, encerrados en conceptos que pasan por la fragilidad, la dependencia, la incapacidad o la vulnerabilidad, que reducen o eliminan la opción de reconocerlos como personas con capacidades y posibilidades de decisión y que dejan de lado el desarrollo y ejercicio de la autonomía y de su acompañamiento.
Es diferente que te digan “tienes limitaciones” a que tú digas “tengo limitaciones”
La autonomía funcional, que se refiere a las posibilidades de hacer por uno mismo las actividades cotidianas como levantarse o alimentarse, entre otras, se convierte en el principal reto de las personas y las familias al momento de afrontar el envejecimiento; sin embargo, es importante tener presente que el deterioro de esta autonomía, asociada con el desgaste físico, no debe derivar en la pérdida de la autonomía para tomar decisiones, que le permite a las personas mayores decidir sobre sus propias dependencias y gestionar los mecanismos para manejarlas.
Se cuestiona entonces la manera misma en la que se ejerce el cuidado, ese que prodigamos en la primera infancia, en la adolescencia y en las diferentes etapas de la vida; ese cuidado que parte de actuar y decidir a partir de estar convencido que se sabe lo que necesita la persona a la que se cuida, inclusive considerando que la persona cuidada no lo sabe, y que se refleja en frases como “esto es bueno para él o ella, así él o ella no lo reconozca”. Se nos pasa la vida en la creencia de que cuidamos al otro, sin caer en cuenta que desconocemos su voz, sus aspiraciones, expectativas, miedos y retos.
El desarrollo y ejercicio de la autonomía no solo es valiosa en las edades tempranas, como lo manifestamos en el artículo “La autonomía de nuestros hijos e hijas, un reto como padres”. La autonomía es fundamental en cada momento del curso de vida individual y familiar, en las relaciones de pareja y, por supuesto, en el envejecimiento. Es momento de trasladar las lógicas de cuidado, pasar de la idea del “hacerme cargo” a la del acompañamiento en la que, a partir del respeto pleno de los demás, podamos construir una mejor versión de nuestras familias y de nosostros mismos.
Los cambios fisiológicos que acompañan el proceso de envejecimiento condicionan ciertos hábitos y conductas y tienden a limitar la autonomía, más aún cuando familiares o profesionales de la salud, bien intencionados, reducen las posibilidades de decisión de los adultos mayores sobre su propio bienestar y salud al restringirla, en algunos casos, solo a brindarles información distorsionada o limitada.
De acuerdo con la idiosincrasia, el envejecer se comprende de diferentes formas. Para algunas culturas, el envejecimiento es un proceso constante de crecimiento en el que se alcanza la completitud, la experiencia y la sabiduría al final; para otras, se desarrolla a partir de un ascenso que llega a su plenitud en la juventud, que se mantiene en una meseta durante la edad madura y concluye con un declive.
Para nuestra sociedad pareciera un mandato el pretender mantenerse joven, como si el tiempo fuera un adversario; sin embargo, se espera que las personas desarrollemos la capacidad de adaptación continua, de cambiarlo todo a partir de la experiencia y de mantenernos dinámicos, algo que no logra ser del todo posible.
Se llega a viejo más rápido por la vía social que por la vía biológica
Anteriormente, la vejez se definía exclusivamente por la edad; aún en la actualidad se considera que una persona ingresa a la ‘tercera edad’ a partir de los 60 años pues así lo define la legislación; sin embargo, entran en juego varios elementos.
Si bien el deterioro físico y biológico que genera el paso del tiempo se contrarresta con los desarrollos en salud y salubridad que brindan mejores condiciones de vida y disminuyen, en algunos casos, el desgaste del cuerpo, socialmente se privilegia la juventud sobre la experiencia y los estudios sobre la experiencia empírica; de esta manera, en el mercado laboral hay una mayor demanda de jóvenes profesionales con estudios de posgrado y las personas que llegan a la cincuentena se perciben como obsoletas.
Cuando una persona se enfrenta a la vejez avanzada, generalmente, la acompaña la angustia, el miedo se encuentra a la orden del día y la sensación de impotencia crece cuando se relacionan con ella a partir de la dominación, cuando se le trata como si fuese un niño y se desconoce su capacidad de pensar diferente, incluso, su misma capacidad de pensar y decidir.
El momento de mayor complejidad llega cuando tiene que soportar que se actúe o decida sobre ella sin poder reaccionar, con pocas o ninguna explicación y, en algunos casos, sin poder preguntar. Entonces, el cuidado pareciera no ser un beneficio sino un castigo; no solo requiere apoyo para realizar sus actividades cotidianas, sino que se expone a que decidan en su nombre lo que le conviene o no.
Al no hacer del envejecimiento parte de nuestras relaciones en la familia y de nuestra sociedad, los ancianos terminan por ser abandonados o en manos de profesionales especializados, encerrados en conceptos que pasan por la fragilidad, la dependencia, la incapacidad o la vulnerabilidad, que reducen o eliminan la opción de reconocerlos como personas con capacidades y posibilidades de decisión y que dejan de lado el desarrollo y ejercicio de la autonomía y de su acompañamiento.
Es diferente que te digan “tienes limitaciones” a que tú digas “tengo limitaciones”
La autonomía funcional, que se refiere a las posibilidades de hacer por uno mismo las actividades cotidianas como levantarse o alimentarse, entre otras, se convierte en el principal reto de las personas y las familias al momento de afrontar el envejecimiento; sin embargo, es importante tener presente que el deterioro de esta autonomía, asociada con el desgaste físico, no debe derivar en la pérdida de la autonomía para tomar decisiones, que le permite a las personas mayores decidir sobre sus propias dependencias y gestionar los mecanismos para manejarlas.
Se cuestiona entonces la manera misma en la que se ejerce el cuidado, ese que prodigamos en la primera infancia, en la adolescencia y en las diferentes etapas de la vida; ese cuidado que parte de actuar y decidir a partir de estar convencido que se sabe lo que necesita la persona a la que se cuida, inclusive considerando que la persona cuidada no lo sabe, y que se refleja en frases como “esto es bueno para él o ella, así él o ella no lo reconozca”. Se nos pasa la vida en la creencia de que cuidamos al otro, sin caer en cuenta que desconocemos su voz, sus aspiraciones, expectativas, miedos y retos.
El desarrollo y ejercicio de la autonomía no solo es valiosa en las edades tempranas, como lo manifestamos en el artículo “La autonomía de nuestros hijos e hijas, un reto como padres”. La autonomía es fundamental en cada momento del curso de vida individual y familiar, en las relaciones de pareja y, por supuesto, en el envejecimiento. Es momento de trasladar las lógicas de cuidado, pasar de la idea del “hacerme cargo” a la del acompañamiento en la que, a partir del respeto pleno de los demás, podamos construir una mejor versión de nuestras familias y de nosostros mismos.



















