LEY “CONCHA”
Exequibilidad de la Ley 54 de 1924, “por la cual se aclara la legislación existente sobre matrimonio civil”. – Tal norma “refleja un convenio del Gobierno con la Santa Sede ...”; y no viola la libertad de conciencia garantizada por el artículo 53 de nuestra Constitución.
CORTE SUPREMA DE JUSTICIA
SALA PLENA
Bogotá, D. E., abril 26 de 1971
(Magistrado ponente: doctor José Gabriel de la Vega).
El ciudadano Pablo Jaramillo Salazar, en ejercicio de la acción pública que consagra el artículo 214 de la Constitución, pide que se declare inexequible, en su totalidad, la Ley 54 de 1924, por la cual se aclara la legislación existente sobre el matrimonio civil.
Tenor del acto acusado:
“LEY 54 DE 1924
(diciembre 5)
“por la cual se aclara la legislación existente sobre el matrimonio civil
“El Congreso de Colombia
“DECRETA:
“Artículo 1. No es aplicable la disposición de la primera parte del artículo XVII del Concordato cuando los dos individuos que pretenden contraer matrimonio declaren que se han separado formalmente de la iglesia y de la religión católicas, siempre que quienes hagan tal declaración no hayan recibido órdenes sagradas ni sean religiosos que hayan hecho votos solemnes, los que están en todo caso sometidos a las prescripciones del derecho canónico.
“Artículo 2. La declaración de que trata el aparte precedente, se hará por escrito, por los individuos que pretenden contraer matrimonio, ante el Juez Municipal respectivo, en la solicitud que presenten para la celebración del contrato, y se expresarán en ella la época en que se separaron de la iglesia y de la religión católicas. Tal declaración se insertará en el edicto que se debe publicar conforme a la ley; se comunicará por el Juez inmediatamente al Ordinario eclesiástico respectivo, y la ratificarán los contrayentes en el acto de la celebración del matrimonio, que no se podrá celebrar sino transcurrido un mes desde el día en que la declaración dicha haya sido comunicada oficialmente al Ordinario dejando constancia de la misma declaración en la diligencia o partida respectiva.
“Artículo 3. Derógase el artículo 34 de la Ley 30 de 1888.
“Dada en Bogotá, a cuatro de diciembre de mil novecientos veinticuatro”.
INFRACCIONES Y RAZONES ALEGADAS
Se invocan como infringidos los artículos 53, 76-18 y 120-20 de la Carta, y como consecuencia de este último cargo, también se dice violado el artículo 78-2 de la misma Codificación.
Merece destacarse la siguiente afirmación del actor:
“Es evidente que la Ley 54 de 1924 no es una ley aprobatoria de un tratado internacional, ni menos un tratado público en sí. El texto de que se trata no hay lugar a duda, no hace parte de un convenio o tratado internacional, siendo solo una ley del Congreso que entre a modificar el artículo 17 del Concordato. Cae, por consiguiente, dentro de las atribuciones de la Corte decidir sobre su constitucionalidad, ya que como es sabido el artículo constitucional que le confiere esa atribución no establece excepción y se refiere a “todas las leyes”.
Y luego expone refiriéndose al procedimiento contemplado en la ley fundamental en lo concerniente a celebración o modificación de tratados:
“a) El Ejecutivo tiene la facultad de dirigir las relaciones internacionales de celebrar tratados, etc. (Art. 120, numeral 20), como también tiene la Rama Ejecutiva la atribución de celebrar con la Santa Sede los convenios o concordatos necesarios para regular las relaciones entre ambas potestades (Art. 53, inciso 4).
“b) El Congreso tiene, entonces, la facultad de “aprobar o improbar” los tratados, convenios, concordatos, etc., que el Gobierno celebre con otros Estados, no teniendo el Congreso ingerencia en la celebración de estos tratados o facultad de modificarlos, siendo su función aprobar e improbar los mismos (Art. 76, numeral 18)”.
Y comenta:
“Una ley como lo es la ley 54 de 1924, no puede modificar un convenio internacional como es el concordato. El espíritu de la ley 54/24 fue modificar, como en efecto lo hizo, dejando sin vigencia la primera parte del artículo 17 del concordato. Así lo dice la ley en mención: “No es aplicable la disposición de la primera parte del artículo 17 del concordato”, modificando, así el concordato en ese artículo 17 en el fondo”.
Abundando en sus razonamientos escribe el actor:
“Queda así demostrado cómo la Ley 54 de 1924 modificó, en el fondo, el artículo 17 del concordato en varios aspectos, siendo otro el procedimiento establecido por la Carta para la celebración y modificación de los tratados y concordatos. Como no es dable a una ley modificar, alterar o derogar un concordato, la corte debe declarar inexequible una ley en tal sentido ...”.
Y como resumen de los argumentos citados, cabe destacar lo siguiente:
“Queda, con los anteriores razonamientos, demostrado que la Ley 54 de 1924 viola los artículos 53, inciso 4º, que da atribución a la Rama Ejecutiva para celebrar concordatos y modificarlos, de común acuerdo y según el procedimiento constitucional. Queda también demostrado, con todos los anteriores razonamientos, cómo también viola dicha ley el artículo 76, numeral 18 de la Constitución, que solo le da al Congreso en materia de tratados y concordatos, la facultad de aprobar o improbar y no modificarlos, tanto como el artículo 120, numeral 20 que le da al Ejecutivo esa facultad de dirigir las relaciones internacionales, de celebrar tratados, concordatos, etc., y de modificarlos según el procedimiento establecido.
“Queda por explicar la razón de la violación del artículo 78, numeral 2, que prohibe al Congreso intervenir en asuntos privados de otras Ramas del Poder Público, y aunque las razones anteriores explican en qué manera la Ley 54 de 1924 violó este artículo constitucional, me permito agregar otras.
“Alvaro Copete Lizarralde, en su obra “Lecciones de Derecho Constitucional”, siendo que la Corte debe declarar inexequible una ley que quebrante o modifique unilateralmente un tratado público, dice:
“La razón para hacerlo no está en la violación del tratado sino en la contravención del artículo 78 de la Carta que prohibe al Congreso inmiscuirse en asuntos de competencia privativa de otras ramas”.
Debe copiarse además el siguiente párrafo de la demanda;
“No es razonable que un solo Estado modifique un tratado unilateralmente. Es principio universal, tanto de derecho internacional como privado, que los pactos y contratos bilaterales no pueden modificarse o alterarse sino en el mutuo acuerdo de las partes y llenando las formalidades de rigor, tanto de derecho internacional como de la Constitución misma de los estados contratantes, entre nosotros plenamente establecidas y ya enumeradas y demostrada su violación. También es claro que el Congreso no puede intervenir en asuntos propios del régimen concordatorio que están atribuidos al Presidente de la República. Quedó también demostrado cómo dicha Ley 54 de 1924 lesiona gravemente la libertad de conciencia que garantiza el Estado...”.
Sobre este último punto de la libertad de conciencia se hará mérito especial de los argumentos del demandante en la parte motiva de esta sentencia.
CONCEPTO DEL PROCURADOR
El jefe del Ministerio Público defiende la exequibilidad de la Ley 54 de 1924, de todo en todo. Algunas de sus opiniones serán invocadas en el curso de este fallo.
CONSIDERACIONES
- La Ley 54 de 1924 refleja un convenio del Gobierno con la Santa Sede, ajustado por medio de un intercambio de notas, reproducido textualmente por dicha ley y conforme, desde los principios de la negociación hasta su remate, al procedimiento constitucional que precede, acompaña y termina esa clase de actos. Los cuales tienen una índole peculiar: No obstante emanar de un acuerdo concertado entre potestades diferentes, traducen de ordinario regulaciones que solo conciernen al orden jurídico del Estado que los concluye y adopta como normas internas, de su competencia exclusiva. Circunstancias que explican el título de la Ley 54, redactado de la siguiente manera: “Por la cual se aclara la legislación existente sobre matrimonio civil”.
- Habida consideración de lo anterior, leído el texto de la Ley 54 y comparados sus artículos 1 y 2 con los preceptos 53 (inciso 4), 76-18 y 120-20 (parte final), de la carta, que el actor señala como violados, se impone concluir que los primeros, lejos de contrariar dichos mandatos superiores, se avienen con ellos en todo punto. Baste observar en apoyo de esta conclusión que los trámites previstos en los textos constitucionales que acaban de citarse se obedecieron con rigor, siendo de relevarse que una vez firmado por el plenipotenciario de Colombia el acuerdo con la Santa Sede, el Gobierno lo presentó al Congreso en forma de proyecto, y convertido en ley, ésta recibió la sanción del Ejecutivo.
- De esta suerte cumplió el Gobierno cuanto había prometido a la Santa Sede: Proceder “en la forma constitucional, a la adopción de una disposición legislativa”, cuyo tenor se fijó de antemano.
- Importa recordar ese contenido obligatorio para gobernantes y gobernados, y cuyo alcance se aprecia al compararlo con otra norma que venia rigiendo desde la vigencia de la Ley 35 de 1888, por la cual se aprobó el concordato celebrado entre el Gobierno y la santa sede en 31 de diciembre de 1887, cuyo artículo 17, en su primera parte, estaba concebido así: “Artículo 17. El matrimonio que deberán celebrar todos los que profesan la religión católica producirá efectos civiles respecto a las personas y bienes de los cónyuges y sus descendientes sólo cuando se celebre de conformidad con las disposiciones del Concilio de Trento”.
- Los católicos colombianos deberán celebrar matrimonio “de conformidad con las disposiciones del Concilio de Trento”, y únicamente con ellas. De otra manera el acto sería írrito, sin mérito para producir efectos civiles, en cualquier sentido.
- Pero la expresión “todos los que profesan la religión católica”, originó dificultades de aplicación, pues algunos Jueces y otros funcionarios estimaron que todo bautizado, aún apóstata, había de casarse católicamente sin posibilidad de apartarse de tal sacramento, mientras otros reputaban que el matrimonio civil les era posible mediante manifestación de haberse separado la iglesia católica. Las autoridades eclesiásticas, pos su lado, adoptaron sanciones contra agentes del poder civil y seguían conductas a menudo diferentes. Ciertos matrimonios civiles quedaban revestidos así de validez dudosa, por decir lo menos.
- Aparece de resalto la entidad de tamaño desarreglo jurídico.
- Para remediarlo, el Gobierno tomó empeño en que, por referirse a materias tanto civiles como religiosas, se acordara con el Vaticano una fórmula de general acatamiento, inspirada en la finalidad ostensible de permitir el matrimonio civil para bautizados que al momento de contraerlo no continuaran en el seno de la iglesia católica.
- A este resultado se llegó, previa conformidad de ña Santa Sede, por medio de los artículos 1 y 2 de la Ley 54 de 1924. Desde entonces el matrimonio civil es posible, sin lugar a dudas, para los bautizados que no profesan la religión católica, siempre que demuestren esta última circunstancia. Y la prueba de ello exigida consiste en declaración escrita de haberse separado de la referida iglesia. Del matrimonio civil sí quedan excluidos “ – asunto de reglamentación eclesiástica -, quienes hayan recibido órdenes sagradas o sean religiosos, sometidos a las prescripciones del Derecho Canónico.
- El demandante tacha estas normas de contrarias a la libertad de conciencia, garantizada y establecidas por los incisos primero y segundo del artículo 53 de la Carta.
- Expresa tales reparos el siguiente modo:
- “Ahora bien, la Ley 54 de 1924 es violatoria de la garantía constitucional de la libertad de conciencia en dos sentidos:
- “a) Limita a la persona que quiera contraer matrimonio civil válido a no ser católico, o de serlo en virtud del bautismo que le imprime tal carácter no le permite contraerlo sino previos varios requisitos no especificados en el concordato antes, entre ellos la defección pública ante un Juez de la religión o apostasía. Es decir, que si un católico en conciencia quisiera contraer matrimonio civil no tendría esa libertad, como en efecto no la tiene. No tiene el católico la libertad de obrar según su conciencia y proceder según esa conciencia y libertad y contraer matrimonio civil. Viola, de esta manera, la Ley 54 de 1924 el artículo 53, inciso 1, de la Constitución que dice: “El Estado garantiza la libertad de conciencia”.
- “b) Obliga al católico bautizado que lo quiera contraer a observar “prácticas contrarias a su conciencia”, al apostatar de la religión previamente de manera pública y ante un Juez. Apostasía está eregida en delito del canon 2314 del Código Canónico y que, por lo demás, no quita el carácter de católico que le imprimió el bautismo. Viola, de esta manera la Ley 54 de 1924 el artículo 53, inciso 2, que prescribe que nadie será obligado a observar prácticas contrarias a su conciencia”.
- A las objeciones copiadas responde el Procurador General de la Nación, en forma que la Corte acoge, así:
- “Incurre en un error el demandante cuando afirma que la ley obliga a los católicos a apostatar. Como antes observamos, la ley reconoce la situación especial de los apóstatas, es decir, de quienes niegan la fe recibida en el bautismo, se separan formalmente de la iglesia y de la religión católicas y expresan su deseo de contraer matrimonio civil. La ley no exige la apostasía sino la comprobación de ese hecho previo a la presentación de la solicitud dirigida al funcionario judicial para la celebración del contrato, lo que implica, respecto de quien la hace, la manifestación tácita de que se niega a contraer matrimonio de conformidad con las disposiciones del Concilio de Trento”.
- El Jefe del Ministerio Público agrega:
- “No se puede sostener que el Estado, por medio de la Ley 54 de 1924, ejerza coacción contra la libertad psicológica; que atente contra la comunicad externa de los ciudadanos que los obligue a apartarse de la verdad. El Estado otorga efectos civiles al matrimonio religioso de los católicos y al contrato matrimonial de los que no lo son. Y los ciudadanos, libres ante la ley, pueden buscar la verdad, adherir o apartarse de ella inmunes de coacción, tanto por parte de los particulares como de cualquier potestad”.
- Finalmente escribe:
- “De otra parte, la Ley 54 de 1924 no obliga a los católicos a apostatar para admitirlos al matrimonio civil como lo afirma el actor, pues la apostasía o separación de la iglesia es un hecho anterior a la solicitud que los interesados formulan ante el Juez Civil y la ley se limita a establecer la prueba de esa situación y el procedimiento que ha de cumplirse previamente a la solemnización de tal acto matrimonial”.
- 11.- Sobre la libertad de conciencia, esta Corporación, en sentencia del 11 de diciembre de 1969, dijo: “En virtud de tal facultad, garantizada por el Estado, nadie puede ser constreñido a profesar una religión en la cual no cree, ni a participar en sus ritos, ni a ejecutar acto alguno inspirado en una fe que no se profesa. Por esta razón el mismo artículo 53 precisa más la orientación que acaba de señalarse en los siguientes términos: “Nadie será molestado por razón de sus opiniones religiosas, ni compelido a profesar creencias ni a observar prácticas contrarias a su conciencia””.
- Si un católico, por deberes de conciencia, quiere contraer matrimonio de conformidad con las disposiciones del Concilio de Trento, la ley permite celebrarlo sin oponer dificultad. Y si una persona, que no profesa la religión católica, o de ella se ha separado después del bautismo, quiere casarse civilmente, también se le abren las vías de este último acto para que, sin pugna con sus creencias, lo celebre de manera cumplida. Violar su libertad de conciencia sería, por el contrario, forzarle a ejecutar un acto, como sería el matrimonio católico, “inspirado en una fe que no se profesa”, según lo ha dicho la Corte. Estas parejas aptitudes entrañan, a no dudarlo, un legítimo avance civil, que no se desprendía seguramente del artículo 17 del Concordato de 1887, y que sí representa la Ley 54.
- 12.- Por medio del artículo 3 de la Ley 54, se deroga el 34 de la Ley 30 de 1888, cuyo tenor es así: “El matrimonio contraído conforme a los ritos de la religión católica anula ipso jure el matrimonio puramente civil celebrado antes por los contrayentes con otra persona”.
- Motivos de conveniencia, jurídicos además, movieron de fijo al legislador cuando adoptó la derogación que ahora se examina: Antes de la Ley 57 de 1887 los matrimonios civiles imperaban en Colombia y, no se olvide, eran indisolubles. Anularlos de pleno derecho cuando, con posterioridad a ellos, se hubiese celebrado un matrimonio católico, podría significar desconocimiento de derechos adquiridos, y más todavía, riesgos de una especie de dualidad matrimonial, asaz insólita. Más grave aún: el artículo 34 de la Ley 30, antes de su derogación, hacia factible que personas casadas civilmente deshicieran el lazo matrimonial mediante celebración de un matrimonio católico. Extraña manera legal de consagrar un repudio o un divorcio vincular por mutuo consentimiento, al amparo de un rito religioso.
- De otra parte, admitidos los matrimonios civiles para bautizados en las condiciones de la Ley 54 de 1924, era fuerza colocar esas dos clases de actos en pie de igualdad en cuanto a sus efectos civiles, respetando entonces sí la libertad de conciencia, sin desventajas ocasionadas a desvirtuar la garantía que consagra el artículo 53 de la Carta. De esta manera se tomó una medida, con plena competencia por parte del legislador, y se borró un tratamiento que no se amolda al estatuto fundamental. Si los artículos 1 y 2 de la Ley 54, según se vio, representan un avance civil en asuntos matrimoniales, por haber abierto, con certeza, esa vía de actividad jurídica a los católicos que después de bautizados se hubieran separado de la iglesia, el artículo 3 del mismo ordenamiento reafirma tal progreso, al batir en brecha un desequilibrio que ni las antiguas ni las subsiguientes modalidades del matrimonio justificaban en manera alguna.
14.- La constitucionalidad del artículo 3, vista desde el ángulo de sus efectos, es intachable.
15.- Como ninguno de los artículos 1, 2 y 3 de la Ley 54 incurre en las violaciones formuladas en la demanda, ni en otra de naturaleza constitucional, precisa declararlos exequibles.
RESOLUCIÓN
A mérito de lo expuesto, la Corte Suprema de Justicia en pleno, previo estudio de la Sala Constitucional, y oído el Procurador General de la Nación,
RESUELVE:
Es exequible la Ley 54 de 1924, “por la cual se aclara la legislación existente sobre matrimonio civil”.
Publíquese, cópiese, insértese en la Gaceta Judicial, comuníquese a los Ministros de Gobierno, de Justicia y de Relaciones Exteriores y archívese el expediente.
Luis Eduardo Mesa Velásquez, Mario Alario Di Filippo, José Enrique Arboleda Valencia, Humberto Barrera Domínguez, con salvamento de voto, Juan Benavides Patrón, Ernesto Cediel Angel, Alejandro Córdoba Medina, José Gabriel de la Vega, José María Esguerra Samper, con salvamento de voto, Miguel Angel García, Jorge Gaviria Salazar, con salvamento de voto, Guillermo González Charry, con salvamento de voto, Germán Giraldo Zuluaga, José Eduardo Gnecco C., con salvamento de voto, Alvaro Luna Gómez, Alberto Ospina Botero, Guillermo Ospina Fernández, Luis Carlos Pérez, con salvamento de voto, Alfonso Peláez Ocampo, con salvamento de voto, Luis Enrique Romero Soto, con salvamento de voto, Julio Roncallo Acosta, Eustorgio Sarria, con salvamento de voto, Luis Sarmiento Buitrago, con salvamento de voto, José María Velasco Guerrero, con salvamento de voto.
Heriberto Caycedo Méndez,
Secretario General.
SALVAMENTO DE VOTO
De los Magistrados: Humberto Barrera Domínguez, Guillermo González Charry, Luis Carlos Pérez, Luis Enrique Romero Soto, Eustorgio Sarria, José María Velasco Guerrero, Jorge Gaviria Salazar, Alfonso Peláez Ocampo y Luis Sarmiento Buitrago.
Acogemos como salvamento de voto el estudio presentado por el Magistrado Luis Sarmiento Buitrago y aprobado como ponencia por la mayoría de la Sala Constitucional, adicionado con un breve comentario a la sentencia proferida por la Sala Plena.
PONENCIA DE LA MAYORÍA DE LA SALA CONSTITUCIONAL
CONSIDERACIONES
Primera. La Constitución de 1886 en su artículo 56 dispuso: “El Gobierno podrá celebrar convenios con la Santa Sede Apostólica a fin de arreglar las cuestiones pendientes y definir y establecer las relaciones entre la potestad civil y la eclesiástica”.
Con esta autorización, el Presidente de la República y su Ministro de Relaciones Exteriores, procedieron a designar un enviado extraordinario y Ministro Plenipotenciario ante la Santa Sede, en representación del Gobierno, quien elaboró con el Plenipotenciario designado por el Sumo Pontífice León XIII, el convenio o concordato suscrito en Roma el 31 de diciembre de 1887, por medio del cual se regularon las relaciones entre las dos altas partes contratantes.
Este convenio, suscrito por el propio Presidente de la República, fue sometido a la consideración del Consejo Nacional Legislativo, el que expidió la Ley 37 de 1888, cuyo artículo primero dice: “Apruébase en todas sus partes el Convenio que se incorpora en la presente Ley”.
El canje de las ratificaciones de dicho acuerdo tuvo lugar el día 5 de julio de 1888 entre los representantes de las partes contratantes.
El pacto así elaborado, que ordinariamente se conoce con el nombre de Concordato, regula especialmente lo referente a: reconocimiento de la iglesia católica como persona jurídica, la religión católica como religión del Estado, los bienes de la iglesia, el fuero eclesiástico, la educación religiosa, el nombramiento de Arzobispos y Obispos y creación de diócesis, el matrimonio de los católicos, la deuda consolidada de Colombia con la iglesia, los cementerios y las misiones en territorios nacionales.
Segunda. El 20 de julio de 1892, se celebró, también en la ciudad de Rima, una convención adicional al Concordato de 31 de diciembre de 1887 suscrita por los Plenipotenciarios del Sumo Pontífice León XIII y del Presidente de la República de Colombia, sobre los siguientes puntos: fuero eclesiástico, cementerios y registro civil de nacimientos, matrimonios y defunciones.
Esta convención fue suscrita por el Presidente de la República de Colombia y el encargado del Ministerio de Resoluciones Exteriores y aprobada por el Congreso de Colombia y por medio de la Ley 34 de 1892 (octubre 21) y las ratificaciones canjeadas el día 2 de julio de 1893.
En el año de 1894 fue presentado al Senado de la República un proyecto de acto reformatorio del artículo 54 de la Constitución, tendiente a extinguir las incompatibilidades del ministerio sacerdotal con el desempeño de cargos públicos. El Presidente de la República, en mensaje a los Senadores, expuso entre otros los siguientes conceptos:
“Reconocida, en efecto, la independencia de la potestad civil y la eclesiástica, no bajo el concepto odioso de la separación, sino como poderes unidos y concordes por el vínculo de los principios comunes que fundan su autoridad, ha quedado igualmente establecido que las cuestiones que afectan las relaciones entre la iglesia y el estado no deben ser definidas por la una ni por el otro separadamente, sino por mutuo acuerdo por medio de convenciones adicionales a la fundamental de 1888.
“.............................................
“En esas deliberaciones son oídas las personas que tienen títulos para presentar sus observaciones, y los convenios que se acuerdan son sometidos para su sanción definitiva al soberano Pontífice por una parte, y por otra al Gobierno y al Congreso de la República.
“.............................................
“El principio de que las cuestiones pertinentes a personas y cosas eclesiásticas no pueden resolverse sino por convenios con la Santa Sede, ha quedado puesto bajo la salvaguardia de la Constitución Nacional y de un solemne concordato, y el respeto a este principio fundamental es la mejor garantía de los intereses de la iglesia en relación con el poder civil, porque eso significa que en tales materias nada podrá decretarse sin la aprobación explícita del soberano Pontífice mientras rijan el Concordato y la Constitución.
“Por el contrario, sise establece el principio de que puede legislar el poder civil separadamente sobre materias eclesiásticas, sin reclamación por parte de la iglesia, quedará violado aquel principio fundamental, sin que valga alegar que se legisló con ánimo de favorecer al clero, porque en la cuestión de derecho esta distinción no tiene fuerza, supuesto que el que tiene poder para hacer, lo tiene también para deshacer y enmendar por la misma vía sus anteriores decisiones”.
...(Mensaje sobre el proyecto de acto reformatorio de los artículos 54 de la Constitución, obras completas de don Miguel Antonio Caro, Tomo VI, Bogotá, Imprenta Nacional, 1932, págs. 149 a 151).
Tercera. El artículo 31 del Concordato (Ley 35 de 1888), permite que los convenios que se celebren entre la Santa Sede y el Gobierno de Colombia para el fomento de las misiones católicas en las tribus bárbaras no requieren ulterior aprobación del Congreso; en desarrollo de esta facultad el Gobierno ha suscrito, sin aprobación del Congreso, convenios con la Santa Sede, con vigencia de 25 años en 1902, 1928 y 1953; éste último rige hasta 1978.
Cuarta. Los artículos 53 y 120, numeral 20, de la Carta, facultan al Gobierno para celebrar convenios con la Santa Sede, específicamente el primero, y atribuye, genéricamente el segundo al Presidente de la República la facultad de “celebrar con otros Estados y entidades de derecho internacional tratados o convenios que se someterán a la aprobación del Congreso”.
La Constitución de 1886 (artículo 120, numeral 10), sometió tanto los tratados como los convenios a la aprobación del Congreso para su validez, permitiendo que estos fueran aprobados por el Presidente de la República en receso de las Cámaras, previo dictamen favorable de los Ministros y del Consejo de Estado.
El Acto legislativo número 3 de 1910 precisó más este requisito de la aprobación disponiendo en su artículo 34 que tanto los tratados como los convenios celebrados por el Presidente de la República con potencias extranjeras debían someterse a la aprobación del Congreso.
El Acto legislativo número 1 de 1945 (Art. 7º) amplió aún más la atribución del Congreso para “aprobar o desaprobar los tratados o convenios que el Gobierno celebre con otros Estados o con entidades de derecho internacional”.
Finalmente, la reforma constitucional de 1968 (Art. 11 del Acto legislativo No. 1), facultó, además, al Congreso para aprobar los tratados, o convenios celebrados por el Gobierno con otros Estados sobre creación de instituciones supranacionales para promover o consolidar la integración económica.
De lo anterior se deduce que los tratados y los convenios, genéricamente denominados acuerdos en el lenguaje de las relaciones exteriores, celebrados con Estados extranjeros o entidades de derecho internacional, por mandato de la Constitución, deben negociarse por el Gobierno Nacional y someterse a la posterior aprobación del Congreso para su validez.
Quinta. La Ley 57 de 1887, al adoptar como ley nacional el Código Civil (Art. 1º) u al dar validez al matrimonio católico (Arts. 12 y 19) creó la coexistencia de los dos matrimonios, el civil y el católico, con igualdad de efectos civiles y políticos, o sea que la escogencia entre uno u otro quedó a la libre voluntad de los contrayentes.
El artículo 34 de la Ley 30 de 1888 estableció “El matrimonio contraído conforme a los ritos de la religión católica anula ipso jure el matrimonio puramente civil, celebrado antes por los contrayentes con otra persona”.
Y el artículo XVIII del Concordato (Ley 35 de 1888) dispuso: “El matrimonio que deberán celebrar todos los que profesan la religión católica producirá efectos civiles respecto a las personas y bienes de los cónyuges y sus descendientes solo cuando se celebre de conformidad con las disposiciones del Concilio de Trento...”
Lo anterior significa que el única matrimonio que en Colombia produce efectos civiles para los católicos es el celebrado de conformidad con las disposiciones del Concilio de Trento, esto es, el canónico; y que el matrimonio civil solamente puede ser celebrado por los no católicos.
Como según el derecho canónico, legislación que debe ser solemnemente respetada por las autoridades de la República (Art. 3º del Concordato), toda persona, por el hecho del bautismo se hace hija de la iglesia con todos los derechos y obligaciones (Art. 87, C. I. C.), así haya dejado de profesar esa religión y abomine de ella (Art. 1099, C. I. C), surgieron las dificultades entre la potestad civil y la eclesiástica respecto de los efectos civiles del matrimonio civil celebrado por un católico retirado de la iglesia.
El Embajador José Vicente Concha en memorándum al Ministro de Relaciones Exteriores sobre el artículo 17 del concordato, dice:
“Desde el año de 1887 coexisten en la legislación colombiana el matrimonio canónico y el civil. Este último era el reconocido exclusivamente por el Código Civil de la Nación; pero la Ley 57 de 1887, estatuyó: “Son válidos para todos los efectos civiles y políticos los matrimonios que se celebren conforme al rito católico” y el concordato posterior sancionado por Ley de 1888, añadió: 'Ut matrimonium corum omniumqui catholicam religionem profitentur,effectus civiles quoad contrahentium prolisque personas et bona progignat iuxta formam a Concilio Tredentino praescriptan contractum esse oportebit...'.
“Es esta simplemente una disposición complementaria sobre la forma de la celebración del matrimonio que no contiene innovación alguna respecto de la prescripción de la Ley 57 que la precedió. Pero en el texto de la versión castellana la primera parte del artículo del concordato 'ut matrimonium corum omnium qui catholicam religionem profitentur...' que literalmente traducido dice: 'para que el matrimonio que deberán celebrar todos los que profesan la religión católica...', con lo que se introdujeron en el texto las palabras subrayadas, que deberán celebrar, palabras que no aparecen en el original latino, y se adicionó de hecho el artículo con una prescripción imperativa que no existen en el primitivo texto latino, y sin la cual no se hubieran suscitado las dificultades de que se va a tratar”. (Ministerio de relaciones Exteriores. Informe sobre las negociaciones referentes al artículo 17 del Concordato).
Sexta. En busca de una solución a estos conflictos el Congreso de Colombia expidió la Ley 54 de 1924 (diciembre 5), estatuto acusado, cuyo título es “por la cual se aclara la legislación existente sobre matrimonio civil”, que consta de tres artículos: El primero comienza así: “ No es aplicable la disposición de la primera parte del artículo XVII del Concordato cuando los individuos que pretenden contraer matrimonio declaren que se han separado formalmente de la iglesia y de la religión católicas...”; el segundo regula la manera como los contrayentes deben comprobar su separación de la iglesia y de la religión católicas y el tercero deroga el artículo 34 de la Ley 30 de 1888.
Comentando el artículo XVII del Concordato, el Padre Hernán Arboleda Valencia C. Ss. R., en paso transcrito parcialmente por el Procurador en su concepto expone: “El texto claramente dice que el matrimonio de quienes profesan la religión católica no producirá efectos civiles en Colombia, si no se ha celebrado de acuerdo con las leyes de la iglesia; la forma del Concilio de Trento es sustancialmente la vigente. Así se sale al paso a un posible conflicto entre la iglesia y el Estado por tratarse de súbditos comunes. El colombiano que desea casarse tiene que ver con dos potestades; con la iglesia, si es bautizado (Can. 87), y con el poder civil, del que también es súbdito, pues el matrimonio lo realiza en una sociedad, la civil, en la que tal contrato debe producir efectos de diversa índole. Con lo pactado en el artículo XVII que comentamos, se cierran las puertas al matrimonio civil facultativo (el subrayado corresponde a letra bastardilla en el texto), ya que no se señalan efectos civiles al matrimonio católico, sino al matrimonio de los católicos, quienes no pueden contraer matrimonio distinto del católico si quiere que su matrimonio obtenga efectos civiles en Colombia”. (Derecho Matrimonial Eclesiástico, Editorial Temis, Bogotá 1970, pág. 236).
Y comentando la Ley 54 de 1924 este mismo autor afirma: “Limitada, pues, la capacidad del colombiano católico para el matrimonio civil por el artículo XVII del Concordato, el artículo 1º. De la Ley Concha viene a devolver esa capacidad plena a los colombianos católicos que son apóstatas de la fe.”.
Y más adelante agrega:
“A mi entender la Ley Concha, en el terreno jurídico: “.........................................”Desde este punto de vista tiene razón el autor citado en afirmar que la Ley Concha se opone al derecho de la iglesia porque recae sobre un sujeto que no es súbdito, en este punto, del estado; crea con el artículo 3º., en la práctica, una especie de impedimento dirimente del vínculo, negándose a reconocer validez al matrimonio que uno de los apóstatas casados por lo civil, quisiera contraer con persona distinta ante la iglesia, y obstaculizando la aplicación del privilegio paulino.
“Es cierto que actualmente la jurisprudencia, con la doctrina de la referencia formal de la legislación civil a la canónica, aceptada por la Corte Suprema de Justicia, ha encontrado el camino para el reconocimiento civil del matrimonio católico celebrado en virtud del privilegio de la fe. Pero esto no quita que la Ley Concha, en si considerada, contenga los referidos efectos violatorios del derecho de la iglesia”.
Y termina afirmando: “Con toda razón, por consiguiente, puede tenerse ese artículo 3º de la Ley Concha como anticonstitucional, y es la mayor falla que ella tiene desde el punto de vista jurídico”. ( Op. Cit., 243, 244, y 246).
Séptima. De lo anterior se concluye que la Ley 54 de 1924 restringió el campo de aplicación del artículo XVII del Concordato, introduciendo una limitación que no correspondía al legislador sino al Presidente de la república, previa modificación convenida entre las altas partes firmantes del Concordato.
Los tratados públicos son contratos internacionales que requieren el consentimiento de las potestades que los suscriben para su adición, modificación o terminación.
“En el terreno de las relaciones internacionales, ha dicho la Corte, la capacidad de las altas partes para vincularse en un tratado está, según normas de las correspondientes constituciones, sujeta a ciertas reglas ineludibles, las cuales se explican por la diferencia que hay entre las personas naturales o jurídicas de derecho privado y las grandes entidades de derecho público. Tales normas vienen a ser verdaderos cauces o canales necesarios para que la personalidad de los Estados se manifieste con la necesaria eficiencia. De estado a Estado varían esos cauces constitucionales.
“En Colombia los tratados públicos los negocia la rama Ejecutiva, pero necesita para su validez y perfeccionamiento la aprobación del Congreso”. ( G. J., T. LXXXVII, pág. 9).
Refiriéndose la Ley 54 de 1924 a la facultad de los católicos que se separan de la iglesia para contraer matrimonio civil, no hay duda que comprende una materia que corresponde a las relaciones entre la iglesia y el Estado y que debe ser negociada por el Presidente de la República y aprobada por el Congreso. La pretermisión del Presidente lesiona los artículos 76, numeral 18, 78, numeral 2º y 120, numeral 20, de la carta.
Octava El Procurador conceptúa que “carece de fundamento la afirmación del actor en el sentido de que la Ley 54 de 1924 modifica el artículo 17 del Concordato, pues que como en su mismo título se indica, y se deduce de sus antecedentes, su principal finalidad fue aclarar y reglamentar la legislación existente sobre matrimonio civil”.
A esto es preciso observar que el carácter de las disposiciones legales no se deduce del título de la ley que las comprende, sino del contenido y la naturaleza de las relaciones que regula.
Los antecedentes de la Ley 54, contenidos en las conversaciones y mensajes cruzados entre el Gobierno de Colombia y la santa Sede, conducen a la evidencia de que el propósito de esas conversaciones fue el de modificar el artículo 17 del Concordato; la legación de Colombia ante la Santa Sede, en 21 de junio de 1923, con la firma de J: V: Concha, se dirigió al Cardenal Secretario de Estado de su santidad para informarle las instrucciones recibidas del Gobierno colombiano “para procurar un explícito acuerdo con la santa Sede que ponga término a las dificultades que de tiempo atrás se presentan con motivo de las diferentes interpretaciones que dan a una parte del artículo 17 del Concordato", ”posteriormente con fecha 10 de julio de 1924, el mismo J: V: Concha informa al cardenal Gasparri, Secretario de Estado de su Santidad, que el Gobierno de Colombia ha aceptado en todas sus partes la fórmula acordada que es exactamente el texto del artículo 1º de la Ley 54 de 1924; y el citado Cardenal, en la calidad indicada, en 28 de junio de 1924, acusa recibo de la comunicación anterior e informa que serán enviadas instrucciones al episcopado colombiano, con la salvedad de que ellas no entrarán en vigencia mientras la fórmula no fuere ley de la República de Colombia.
La lectura del abundante material diplomático que contiene los antecedentes de la Ley 54 de 1924, pone en claro dos cosas: La una que el Congreso se limitó a adoptar como ley una fórmula convenida entre el Gobierno de Colombia y la santa sede; y la otra, que esa fórmula no fue para aclarar las disposiciones del Código Civil, sobre matrimonio civil, sino para fijar el sentido de la primera parte del artículo 17 del Concordato, es decir, para reformar o limitar un acuerdo celebrado anteriormente entre el Gobierno de Colombia y la santa Sede.
Novena. Los antecedentes indicados demuestran que el legislador adoptó una posición o actitud que no le correspondía, porque, tratándose de un acuerdo como el que queda relacionado, él no podía ser sino fruto de las deliberaciones de las dos partes contratantes, debidamente suscrito por ellas, y el Congreso apenas podía aprobar o desaprobar ese acuerdo; si en esa clase de leyes se incluye el texto de los acuerdos es precisamente para determinar cuáles son los que se aprueban, mas no para expedir, como obra del Congreso, las disposiciones fruto de los acuerdos.
De manera, pues, que el legislador invadió el campo de acción del Presidente de la República, al introducir modificaciones al Concordato, que, como convenio celebrado entre el Gobierno de Colombia y la Santa Sede, solamente podía ser interpretado, reformado o revisado por las mismas partes contratantes, exactamente como ocurre en todas las declaraciones bilaterales de voluntad. Desde este punto de vista es evidentemente inconstitucional la Ley 54 de 1924, por cuanto es al Presidente a quien corresponde tomar la iniciativa y acordar los términos de los tratados y convenios con otros Estados o entidades de derecho internacional. Al Congreso no fue presentado realmente un convenio debidamente celebrado entre las dos entidades contratantes, como lo dispone el numeral 16 del artículo 76 de la Carta para que una vez convertido en ley y realizado el correspondiente canje de ratificación entrara a regir como acuerdo aclaratorio o reformatorio del Concordato, sino el texto de unas simples conversaciones y notas encaminadas a discutir una fórmula para hacer viable el matrimonio de los católicos separados de la Iglesia.
Décima. Pero si lo anterior no es verdadero, es decir, si se acepta el concepto del Procurador y se prefiere el título de la ley sobre su texto o el contenido de sus preceptos, para concluir que la Ley 54 de 1924 no reformó el Concordato sino meramente las disposiciones del Código sobre garantías consagradas en la Carta vigentes en la época de la expedición de la ley. Porque, conforme al artículo 39 de la Constitución de 1886, nadie puede ser compelido por las autoridades a “observar prácticas contrarias a su conciencia”. Ya desde ese entonces, y como se repitió de manera más enfática en la reforma constitucional de 1936 “el Estado garantiza la libertad de conciencia”.
Tan importante es esta libertad, que el Estado la garantiza directamente; todas las otras libertades las respalda en forma distinta: derecho de huelga, propiedad privada, libertad de empresa, libertad de enseñanza, libertad de todos los cultos, etc.
En otras palabras, analizada como ley de orden meramente interno y de carácter civil, la 54 de 1924 resultaría inexequible, ya no por contrariar el orden constitucional en cuanto a la celebración de los acuerdos internacionales, que es función del Presidente de la República, sino por contrariar esta garantía individual que se ha llamado la libertad de conciencia. Este aspecto de la cuestión también es de fácil entendimiento, toda vez que la ley acusada obliga a los católicos que quieren celebrar matrimonio civil a observar una práctica que puede ser contraria a su conciencia, decretada imperativamente en el artículo 1º y regulada procesalmente en el artículo 2º de dicha ley. Por el artículo 1º se condiciona el ejercicio de un derecho civil consagrado para todo varón mayor de 21 años y toda mujer mayor de 18 años, para contraer matrimonio libremente (Art. 116, C. C.), a una separación formal de la iglesia y de la religión católica.
La exigencia de renegar de su religión, hecha por el propio legislador, representa, precisamente, una violación clara del principio consagrado por el artículo 53 de la Constitución, en el cual se prohíbe compeler u obligar a alguna persona a observar prácticas que resulten o puedan resultar contrarias a su conciencia. Es cierto que la Ley 54 no obliga a nadie a celebrar un matrimonio puramente civil y, por consiguiente, no obliga directamente a renegar de su fe a los contrayentes. Pero la celebración de un matrimonio civil es una facultad o un derecho consagrado en el Código Civil, que puede ser ejercido en principio, por toda clase de personas, con sujeción únicamente a la reglamentación prevista en el mismo Código. Y por tratarse de un derecho de esa clase no puede subordinarse a la observancia de una práctica intrínsecamente opuesta a la libertad de conciencia. La subordinación de ese derecho a la práctica establecida en la Ley 54 vulnera el artículo 53 de la Carta.
A lo anterior debe agregarse que la defección de la iglesia y de la religión católicas constituye n delito sancionado con la excomunión y la infamia cuya absolución esta reservada especiali modo a la Sede Apostólica (Art. 2314, C. I. C.); de donde se deduce que la exigencia de la Ley 54 no solamente obliga a la observancia de una práctica contraria a la libertad de conciencia, sino a la comisión de un delito eclesial cuya legislación debe ser solemnemente respetada por mandato del propio Concordato.
Refuerza estas razones el canonista citado antes Padre Arboleda Valencia, cuyo valor conceptual está respaldado por el “Imprimatur” de la jerarquía eclesiástica; dice así: “Como ya lo vimos, no le corresponde al Estado ser árbitro de la religión. Le compete tutelar el derecho de todos los ciudadanos a estar inmune de coacción de suerte que en lo religioso, ni se obligue a nadie a actuar contra la conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado, dentro de los límites debidos.
“La aplicación de la Ley Concha hace que el Estado venga a ser árbitro de la religión, pues debe comprobar la existencia de la apostasía en determinado sujeto, lo cual no parece avenirse con su función propia. Al Estado le compete otorgar efectos civiles tanto al matrimonio religioso como al civil; pero no le corresponde discernir la condición religiosa de cada ciudadano para, según ella, conceder o no la forma civil del matrimonio. En este sentido se puede decir que la Ley Concha ya no está en consonancia con la doctrina sobre libertad religiosa”. (Op. Cit., pág. 256).
Once. Y si la Ley 54 de 1924 no modifica directamente y por sí sola al Concordato ni reforma o adiciona simplemente el Título IV del Libro I del Código Civil, sino que aprueba un convenio celebrado entre el Gobierno colombiano celebrado entre el Gobierno colombiano y la Santa Sede, también resulta inconstitucionalidad dicha ley, como violatoria del principio de libertad de conciencia y de opiniones religiosas. Y la Corte puede y debe declararlo así, por cuanto la guarda de la integridad de la Constitución le corresponde en relación con todas las leyes que expida el Congreso, sin distinciones o limitaciones de ninguna clase. Porque si con un acuerdo celebrado por el Presidente con un Estado extranjero se quebranta la Constitución, el Congreso no puede aprobar, sino que debe desaprobar ese acuerdo. Sí, por ejemplo, el Gobierno de Colombia celebra con alguno o algunos de los Estados Americanos que tienen adoptada la pena de muerte, un tratado por medio del cual se obligue a sancionar con dicha pena cierta clase de delitos, como la piratería aérea, ese tratado no puede ser aprobado por el Congreso, por mas que lo celebre el Presidente, mientras no se modifique el precepto constitucional que prohíbe la pena capital. Una ley aprobatoria de tal acuerdo sería atentatoria de la Carta y, como tal, inexequible.
Esta hipótesis se plantea, sin embargo, por abundar en las consideraciones hechas sobre la inexequibilidad de la Ley 54 de 1924, porque, como lo ha dicho el Procurador, dicha ley no ha tenido por objeto realmente aprobar un convenio con la Santa Sede. La Ley regula una materia que es objeto de un tratado público que la Constitución atribuye al Presidente de la República, de ahí la inconstitucionalidad.
Pero si la ley tuviese el sentido de aprobar un convenio con la Santa Sede, la Corte también tendría que declarar su inexequibilidad por contrariar el principio constitucional de la libertad de conciencia, en la forma atrás indicada.
Acertadamente dice el Procurador en su concepto: “Cuando el presidente de la república celebra un tratado o una convención con otro estado o entidad de derecho internacional, tiene que sujetarse estrictamente a las normas constitucionales. Si en un acto de esa naturaleza acuerda cláusulas contrarias a normas de la Constitución y el Congreso imparte su aprobación al tratado o convenio, parece claro que cualquier ciudadano pueda ejercer la acción pública que la Carta contempla y no se ve argumento atendible para exonerar a la Corte Suprema de cumplimiento de la misión de velar por la integridad de la constitución. En efecto, la ley hará obligatorias normas que según la Carta son inválidas, erigiéndolas, por virtud de la aprobación legislativa, en verdaderas leyes que como tales deberían armonizar con los cánones constitucionales y no sería posible, de acuerdo con la tesis sobre incompetencia, hacerlas inejecutables mediante el procedimiento de la inexequibilidad”.
Y no puede ser de otro modo, ya que el Presidente de la República, aunque tiene a su cargo la dirección de las relaciones diplomáticas y la celebración de tales acuerdos, no puede hacerlo sino dentro del marco de la constitución; y el Congreso, a su vez, que controla políticamente esa actividad o función del Presidente, aprobando o desaprobando los acuerdos que se celebren, antes que empiecen a regir, no puede autorizar o prohijar ninguna violación de la Carta.
Doce. En los antecedentes diplomáticos de la Ley 54, no aparece por parte alguna que los plenipotenciarios hubiesen convenido la derogatoria del artículo 34 de la Ley 30 de 1888, o sea lo dispuesto en el artículo 3º de la citada Ley.
Esta innovación no convenida, crea nuevas situaciones que el Padre Arboleda Valencia comenta así: “La derogación de este artículo tuvo por objeto asegurar la indisolubilidad del matrimonio civil y cerrar el paso a la poligamia. Pero no fue tramitada con la santa Sede, sino añadidura de los legisladores de 1924, que quizá no alcanzaron a ver que el artículo derogado no atentaba contra la indisolubilidad del matrimonio civil, pues se había de entender del matrimonio católico válido (el subrayado está en bastardilla en el texto), que no podía ser tal si subsistía el vínculo de un matrimonio anterior civil válido ante la iglesia, por tratarse de personas no obligadas a la forma canónica del matrimonio; y el caso del privilegio paulino o de la fe era una simple excepción que dejaba intacto el carácter general de indisolubilidad del matrimonio civil y debía admitirse para salvaguardar los derechos de la iglesia que se comprometió a respetar el Estado colombiano en los primeros artículos del Concordato”.
Y concluye: “ Con toda razón, por consiguiente, puede tenerse ese artículo 3º de la Ley Concha como anticonstitucional, y es la mayor falla que ella tiene desde el punto de vista jurídico”. (Op. Cit., págs. 242 y 245).
Trece. En el año de 1938 el Congreso de Colombia expidió la Ley 92 (julio 11), “por la cual se dictan algunas disposiciones sobre registro civil y cementerios”. En sus artículos 7º, 21, 22 y 23 de dicho estatuto se reguló la administración de los cementerios.
Demandada la inexequibilidad de tales normas, dijo la Corte:
“Consagra el constituyente el principio de que las relaciones entre la iglesia y el estado han de regirse por medio de convenios entre esas dos altas partes. Aunque es verdad que la declaración está redactada en forma potestativa, no da sin embargo lugar a dudas sobre que el propósito del constituyente es el de que se someta a convenios aprobados por el Congreso todos los asuntos que interesen a las relaciones de la iglesia y el estado. Se establece, pues, para regular esas relaciones el régimen concordatorio.
“Al disponer tal cosa se determina que la iniciativa en materia de leyes que afecten dichas relaciones se sujeta al procedimiento de los pactos o convenios que celebren entre la Nación colombiana y los gobiernos de otros países, desde que a la santa Sede Apostólica se le reconoce constitucional e internacionalmente una jerarquía de estado en su relación con los demás soberanos.
“Consecuencia de esa previsión constitucional es la de que las cuestiones entre la iglesia y el estado colombiano han de regirse por medio de pactos o convenios.
“.................................................................................................................................................
“Teniendo la iglesia católica, por virtud del Concordato, la administración de los cementerios, y siendo constitucionalmente los asuntos tocantes con las relaciones entre el Estado y la iglesia propios de pactos internacionales, es contrario a la norma ya comentada del estatuto, artículo 50, el que se expidan leyes como la acusada, sin origen en un acuerdo previo de las partes. Atribuida constitucionalmente al órgano ejecutivo la celebración de convenios con la santa sede, la Ley 92 de 1938, en sus disposiciones acusadas, quebranta asimismo el precepto del artículo 71, numeral 2º de la Carta, que prohíbe al Congreso inmiscuirse por medio de resoluciones o de leyes en asuntos que son de la privativa competencia de otros órganos del poder.
“....................................................
“Los artículos acusados de la Ley 92 de 1938 se refieren a asuntos que tocan, en una u otra forma, con la administración de los cementerios que le fue encomendada a la iglesia. Son, por tanto, inconstitucionales como violatorias de los artículos 50 y 71 del estatuto”. (G. J., T. L. págs. 702 a 704).
Esta decisión de la Corte Suprema dio origen a la convención de 22 de abril de 1942 “por medio de la cual se introducen algunas modificaciones en el Concordato firmado el 31 de diciembre de 1887 y en la convención adicional a dicho Concordato firmada el 20 de julio de 1892”, celebrada entre Su Santidad el Sumo Pontífice Pío XII y el señor Presidente de la República.
En esta nueva convención se regula la elección de arzobispos y obispos, la erección de nuevas diócesis, se reconocen plenos efectos civiles al matrimonio católico y se señalan normas para su celebración, se determina la competencia para las causas de nulidad matrimonial y de separación de cuerpos, se conviene la administración civil de los cementerios y se dan normas sobre registro civil de bautismos, matrimonios y defunciones.
Suscrita esta convención por el Presidente de la República y su Ministro de Relaciones Exteriores, fue sometida a la aprobación del Congreso, lo que se hizo por medio de la Ley 50 de 1942.
COMENTARIO A LA SENTENCIA DE LA SALA PLENA
Verdad es que la Constitución de 1886 (numeral décimo del artículo 120), que el Acto legislativo número 3 de 1910 (artículo 34), el Acto legislativo número 1 de 1945 (artículo 7º) y el Acto legislativo número 1 de 1968, en su artículo 11, han mantenido la tradición de que el Congreso debe aprobar o improbar los acuerdos, tratados y convenios internacionales celebrados por el Presidente de la República con Estados extranjeros o con entidades de derecho internacional. En este punto la ponencia reconoce una situación jurídica permanente que es precisamente el arranque de nuestro disentimiento.
En efecto, los compromisos, cualquiera que fuere su nombre (tratados, convenciones, pactos, cartas, estatutos, actas, declaraciones, protocolos, arreglos, acuerdos, modus vivendi, convenios, constituciones, notas de Cancillería y cualesquiera otros que acepten las altas partes vinculadas a la relación de derecho internacional), deben ser materia de regulación legislativa toda vez que están destinados a producir efectos entre dos o más sujetos de derecho de gentes. Es cuestión comúnmente aceptada, casi desde los orígenes del internacionalismo jurídico, y confirmada en más de un siglo o de práctica, que los tratados deben tener respaldo popular, otorgado a través de los voceros de la opinión de las Cámaras Legislativas, tanto para garantizar su solidez en todo sentido como para abolir los sistemas tradicionales de la diplomacia unipersonal y secreta. Se reconoce así que las determinaciones colectivas tienen raíces más firmes que la decisión de un Jefe de Estado, no siempre acertada ni enteramente representativa.
Pero la regulación legislativa tiene que ser, a su turno, perfecta. Y para que lo sea debe someterse a un proceso interior en cada Estado, nítidamente regulado por el derecho internacional y acogido por los sistemas nacionales, entre los cuales figura el colombiano. De tal proceso debe quedar constancia escrita que sirva, entre otras cosas, para interpretar la ejecución futura según las reglas que también prescribe el derecho de gentes. Mantiene éste que los convenios públicos entre Estados, deben cumplir estas etapas previas: negociación, por parte de los órganos competentes, revestidos de plenos poderes; redacción del texto, en el idioma o en los idiomas que se acuerden; y firma por quien constitucionalmente tiene la capacidad de obligar a la parte respectiva.
Pero no es esto solo: los tratados tienen su forma de redacción específica, su integridad que responde tanto a las invocaciones preliminares, del preámbulo y de la exposición de motivos, como la parte dispositiva, que es el verdadero núcleo del convenio. Colombia ha seguido estas fórmulas, que no son tan circunstanciales como pudiera creerse, pues ellas permiten explicar la voluntad de los signatarios y entender mejor cada una de las materias objeto de la regulación. Si se consulta la historia legislativa se verá cómo cuantas veces se celebró o se quiso celebrar un tratado, el Presidente y su Ministro adoptaron esta distribución que, además, es la que acogen todos los países del mundo.
Una vez suscrito, el tratado tiene que ser sometido a ratificación, acto en virtud del cual se le reconoce su plena validez porque con él se afirma la voluntad y la autoridad competente que le da fuerza vinculante. La ratificación obedece a razones de técnica jurídica y a consideraciones de orden práctico, y varía según los regímenes internos, pero en todo caso es forzoso que aparezca concretamente expuesta. En Colombia, las convenciones suscritas por los plenipotenciarios y firmadas también por el Presidente de la República, deben ser ratificadas por éste, como condición esencial para su cumplimiento y como medida sin la cual no podría cumplirse otro requisito básico como es el del canje de ratificaciones, o sea la notificación que se hace al otro o a los otros signatarios de la conformidad con lo pactado. Pero no puede el Gobierno de Colombia ratificar una cuerdo internacional, bilateral o multilateral, sin la previa aprobación del Congreso, en las condiciones previstas en la Carta.
Es incuestionable que la Ley 54 de 1924 no estuvo sometida ni al trámite exterior formulado por el derecho de gentes, ni al proceso interior que también regula éste y que ratifica la Constitución. Los antecedentes que se citan no llenan tales exigencias y, por sobre todo, se prescindió de la aprobación legislativa que consiste en el asentimiento de los compromisos adquiridos, incluyendo en la ley el texto mismo de ellos. De esta manera la ley se funde con el tratado y constituye la auténtica manifestación de la voluntad soberana. Lo que es inaceptable es que una norma escueta como es la demandada,. Sin referencia de ninguna clase a su proceso formativo y a la expresión de las voluntades de las partes contratantes, se considere como un tratado internacional, pues carece de las notas que le dan naturaleza y fisonomía de tal.
La libertad de conciencia, instituida como garantía básica en el Título IV de la Constitución, está referida allí a la libertad religiosa y de creencias, que significa no sólo la facultad para pensar como se quiera en lo tocante al Ser Supremo, o para no pensar ni creer en él, o para cambiar de referencia según las inclinaciones individuales, sino también el derecho de expresar los pensamientos y creencias, en forma reservada o en público, mediante la voz, los escritos, gestos, construcciones plásticas o composiciones musicales. Más aún, la autorización para no expresarse de ninguna manera. Hay silencios que afirman mejor que la oralidad, la escritura o el arte la posición del hombre y sus tendencias a la credulidad, la duda o el negativismo. Pues bien, la Carta hace todas estas afirmaciones uniendo la libertad de expresión a la libertad de culto, pues si la persona adhiere a una fe determinada debe tener la expedición suficiente para practicarla, solo o acompañado, bajo la guía sacerdotal o sin ella. La libertad de culto, o sea, con la operancia de aquella, siempre que se cumpla normalmente y sin interferir las profesiones ajenas.
La libertad religiosa, junto con la expresión de las creencias y la de practicar el culto, no son, empero, garantías que emanen de la Carta Política, sino atributos de la personalidad humana recogidos en ese sistema de normas. La vida carece de significaciones sin la integridad moral, que, tanto como la física, ha elaborado largamente la historia y se reconoce entre los valores culturales como inherencia del ser. Pasó el tiempo en que la persona era lo que quería el derecho. Hoy. El derecho es lo que quiere la persona en el grupo social, posición conquistada contra toda suerte de resistencias. Las normas van reflejando el avance.
Apreciáronlo así los pueblos de la Declaración Universal de sus Derechos, bajo los auspicios de la ONU, en 1948; declaración vinculada a casi todas las legislaciones y particularmente al orden jurídico colombiano. El artículo 12 dice que “nadie será objeto de ingerencias arbitrarias en su vida privada”. El artículo 16 proclama que “los hombres y las mujeres, a partir de la edad núbil, tienen derecho, sin restricción alguna por motivos de raza, nacionalidad o religión, a casarse y fundar una familia”. Y el artículo 18 acuerda que “toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión: este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia”. Sabido es que estas declaraciones tienen imperiosa vigencia en Colombia. Si el intérprete de la Constitución quisiera limitar el alcance de las garantías consignadas en el artículo 53, las obligaciones contraídas por el Estado al aprobar los principios universales transcritos, impedirían aquella arbitrariedad.
Los mismos textos fueron adoptados por los “pactos internacionales de derechos económicos, sociales y culturales, de derechos civiles y políticos, así como el Protocolo facultativo de este último, aprobados por la Asamblea General de las Naciones Unidas en votación unánime, en Nueva York, el 16 de diciembre de 1966”; pactos que aprobó Colombia mediante la Ley 74 de 1968, de modo que tienen jerarquía iguala a la que el fallo concede a la Ley 54 de 1924.
No puede ser discutible que los edictos del Juez respecto de la apostasía de quienes van a contraer matrimonio civil, y la comunicación al Ordinario Eclesiástico, según el artículo 2º de la citada ley, son por lo menos molestias de las que impide el artículo 53 de la Carta. Desazones o incomodidades derivadas, no de las creencias, sino de las opiniones religiosas. Si, como sostiene el fallo, la norma únicamente rige para quienes ya se han separado de la iglesia y de la religión católica, de modo que tienen apenas valor probatorio para una situación creada de antemano, la publicidad que se da a las declaraciones (el edicto tiene expresamente ese fin), agregada a la que den los Ordinarios, ataca la garantía de que “nadie será molestado por razón de sus opiniones religiosas”, fuera de que vulnera, según lo expuesto, la libertad de religión. Los contrayentes tienen que someterse a una perturbación prohibida normativamente, sólo porque en cualquier tiempo anterior cambiaron de creencias o dejaron de tenerlas. Por lo demás, esta facultad libérrima encuentra el amparo de la Constitución y de los pactos internacionales. Esto es asunto interno y ninguna ley puede, sin atropellas la soberanía de la conciencia, imponer publicidad por la mudanza.
Si, como reitera el fallo, la Ley 54 de 1924 quiso establecer la prueba de una variante en el plano profesional, viola también la Carta, por este aspecto, ya que las pruebas en cuestión de creencias penetran indebidamente en el fuero íntimo, sacando a la calle decisiones que por naturaleza y por mandato constitucional deben permanecer en el ámbito que les es propio. No existe derecho para que otras personas se informen de las rectificaciones en tales materias. Cosa que se logra con la publicidad ordenada en la Ley 54. Y la molestia no es simplemente interna, sino que se origina también al situar a los contrayentes en un plano de consejas, cuando no de rechazo colectivo, según las localidades en donde se celebre el matrimonio civil y residan los cónyuges.
Recogemos, pues, la idea de que la norma demandada apenas quiso instituir una prueba. Si el fallo obedeciera a una lógica jurídica, firme, debería concluir por la inexequibilidad, ya que esa prueba es indebida, por discriminatoria, tratándose de una situación de conciencia.
Fecha ut supra.
SALVAMENTO DE VOTO
Del doctor Eduardo Gnecco C.
Comparto la decisión tomada por la mayoría de la Corte en relación con la exequibilidad del artículo 3º de la Ley 54 de 1924. Disiento en cuanto declara la constitucionalidad de los artículos 1º y 2º de la misma ley, porque considero que ellos son violatorios de la libertad de conciencia garantizada por el artículo 53 de nuestra Constitución Política.
Al estudiar la exequibilidad de los artículos 1º y 2º de la Ley acusada respecto del artículo 53 de la Carta, dice el fallo del cual me aparto parcialmente: “Si un católico, por deberes de conciencia, quiere contraer matrimonio de conformidad con las disposiciones del Concilio de Trento, la ley le permite celebrarlo sin oponer dificultad. Y si una persona, que no profesa la religión católica, o de ella se ha separado después de bautismo, quiere casarse civilmente, también se le abren las vías de este último acto para que sin pugna con sus creencias, lo celebre de manera cumplida. Violar su libertad de conciencia sería, por el contrario, forzarlo a ejecutar un acto, como sería el matrimonio católico, “inspirado en una fe que no se profesó” según lo ha dicho la Corte”.
La argumentación contenida en lo transcrito sería inobjetable si los colombianos bautizados se dividieran exactamente en católicos puros, que siguen todas las observaciones de la religión católica, y en quienes no profesan ninguno de sus principios por haberse separado sinceramente de ella. Pero la realidad es otra. Hay buen número de personas bautizadas que por distintas causas, entre las cuales podría encontrarse una defectuosa educación que las lleva a atener un equivocado entendimiento de la religión, consideran que podría seguir profesando el catolicismo aún cuando contrajeran el matrimonio civil contemplado en nuestras leyes. Para estas personas, que no son una ínfima minoría, constituiría una violación de su libertad de conciencia el que se vieran cumplidas a declarar que han apostatado de la religión en que fueron bautizadas, cuando aún se consideran parte de esa comunidad religiosa a pesas de su propósito de contraer matrimonio civil.
Esta posición íntima de dichas personas, que puede ser censurable desde el punto de vista religioso, debe ser respetada por el Estado. LO que no sucedería si se les dan únicamente dos alternativas: O contraen matrimonio católico, contra sus deseos, o apostatan de la religión católica, siendo así que sinceramente, en su fuero interno religioso, piensan que pueden continuar en ella si se celebra el matrimonio civil. Como bien lo dice el Padre Arboleda Valencia, tan citado en las deliberaciones de la Corte, el Estado no puede convertirse en árbitro de la religión, lo que implícitamente está haciendo al exigir para poder contraer matrimonio civil la prueba de la apostasía de la Religión Católica, cuando es ésta la que debe discernir quien la profesa, o no, e imponer las sanciones canónicas para los bautizados que no cumplan con sus deberes religiosos.
Dejo así expuestas las razones por las cuales salvo mi voto.
Fecha ut supra.
SALVAMENTO DE VOTO
Del Magistrado doctor José María Esguerra Samper.
Comparto la decisión de la Corte en cuanto declaró la exequibilidad de los artículos 1º y 3º de la Ley 54 de 1924, pero discrepo de ella respecto del artículo 2º por los motivos que brevemente expongo a continuación:
- El Consejo Nacional de Delegatarios incluyó en las bases de la reforma constitucional que culminó con la expedición de la Carta de 1886, bajo el número 8º, la siguiente: “Nadie será molestado por sus opiniones religiosas, ni obligado por autoridad alguna a profesar creencias ni a observar prácticas contrarias a su conciencia”. Este texto, en su segunda parte, se incluyó literalmente en el artículo 36 del proyecto y con ligeras modificaciones de detalle vino a constituir el artículo 39 de la citada Constitución.
- Según los incisos 1º y 2º del Acto Legislativo número 1 de 1936, el referido precepto quedó así: “El Estado garantiza la libertad de conciencia. Nadie será molestado por razón de sus opiniones religiosas, ni compelido a profesar creencias ni a observar prácticas contrarias a su conciencia”. Según la codificación constitucional elaborada por el doctor Tulio Enrique Tascón y aprobada por el Consejo de Estado el 22 de mayo de 1945, en virtud de lo ordenado en el artículo e de las disposiciones transitorias del Acto legislativo número 1 de ese mismo año, la norma en cuestión que anteriormente formaba parte del Título III de la Carta quedó incorporada al Título IV bajo el número 53, que es el que actualmente lleva.
- Si se confronta ese precepto constitucional con el artículo 2º de la Ley 54 de 1924 surge con carácter de evidencia, a mi modo de ver, que este texto legal está en oposición con el artículo 53 de la Carta.
- En efecto, el referido artículo de la llamada “Ley Concha”, con el propósito de señalar la prueba que deben aducir las personas bautizadas que desean contraer matrimonio civil en cuanto a su separación de la iglesia católica, impone una serie de severos requisitos que indudablemente atentan contra la garantía constitucional de la libertad de conciencia: se les exige manifestar por escrito ante el Juez Civil la época en que se separaron de esa religión; se ordena hacer pública tal declaración, al disponer no sólo que sea insertada en el edicto “... que se debe publicar conforme a la ley”, sino que se comunique por escrito al Ordinario Eclesiástico respectivo; se ordena también que sea ratificada por los contrayentes en el acto de la celebración del matrimonio; se dispone que se deje constancia “de la misma declaración en la diligencia o partida respectiva”; y por último, se fija un término de un mes que forzosamente debe mediar entre la mencionada comunicación al Ordinario y la fecha en que puede celebrarse el matrimonio.
- En esta forma, el texto legal de que se trata está obligando a los presuntos contrayentes de un matrimonio civil a observar prácticas contrarias a su conciencia, porque ellos tienen pleno derecho que la Constitución les garantiza de permanecer en el seno de la Iglesia Católica o de separarse de ella y de que la determinación que tomen en ese sentido se mantenga en el ámbito de su conciencia o en todo caso a que sus familiares, amigos o conciudadanos no se enteren de ello si no lo desean. La religión que una persona profesa o no, que practica o no, es asunto íntimo que sólo a él atañe, cuyo conocimiento por parte de otras personas únicamente puede provenir, según la garantía constitucional en cita, de que esa misma persona suministre la información respectiva. Pero no puede obligársele, en contra de su conciencia, a revelar aspectos privados de su vida religiosa ni menos aún a hacerlos públicos. Tan imperativo es el cumplimiento de la obligación que impone el citado artículo 2º de la Ley 54, que la Corte declaró nulo un matrimonio civil por no haber sido satisfecha a cabalidad los requisitos que dicho precepto establece: “El artículo 1º de la Ley 54 de 1924 es simplemente permisivo (no es un precepto imperativo); y el artículo 2º impone condiciones tales a la permisión, que si no se cumplen a cabalidad, ésta se torna en prohibición, al quebrantar la cual, el acto adolece de objeto ilícito, es decir, es nulo por ir contra prohibición legal; y es también nulo, por haberse efectuado sin un requisito (el de la apostasía, “idóneamente” producida), exigido por la ley como indispensable para el acto o contrato y, por consiguiente, para la validez del mismo”. (Cas. Civ., 31 de mayo de 1947, LXII, pág. 415).
- Con el sistema de la “apostasía idóneamente producida”, a que se refiere la sentencia transcrita, so pena de que el matrimonio civil resulte nulo, se establecen nuevos requisitos “ad solemnitatem”, para la validar de dicho matrimonio y por tanto, a no dudarlo, se coloca a los contrayentes en la necesidad de observar prácticas que para ellos pueden ser contrarias a su conciencia.
- El artículo 53 de la Constitución emplea el verbo “compeler, cuando estatuye que nadie podrá “ser compelido a observar prácticas contrarias a su conciencia”; pues bien, dicho verbo, según el Diccionario de la Lengua Española (Ed. 1970), significa “obligar a uno, con fuerza o por autoridad, a que haga lo que no quiere”. Tal es lo que ocurre con el artículo 2º de la Ley 54: se está obligando a los futuros contrayentes del matrimonio civil, con fuerza y por autoridad, aunque no quieran pregonar su separación de la iglesia católica y prefieren que ésta quede en secreto (como que es cuestión de conciencia, de fuero interno de sus sentimientos religiosos que sólo a ellos atañe), se les está obligando, digo, a hacer pública esa determinación y con ello, en cierta clase de medios que aún subsisten en Colombia, se les está exponiendo a la censura y al menosprecio de sus conciudadanos. Resulta claro, pues, que el aludido precepto legal atenta gravemente contra la libertad de conciencia que la Constitución garantiza y que es digna del más profundo respeto.
- Para los efectos del artículo 17 del Concordato era suficiente lo dispuesto en el artículo 1º de la Ley 54: la declaración de haberse separado de la Religión Católica; pero estimo abiertamente inconstitucionalidad que lo que debiera ser una simple prueba de esa separación, se haya convertido en una serie de requisitos vejatorios de la dignidad de los presuntos contrayentes, que impiden el relativo secreto de que aquellos aspirarían a revestir una medida de tanta importancia; que señalan términos adicionales a los de orden puramente procedimental que la ley establece como antecedentes del matrimonio civil y que por tanto los obligan a aplazar por un mes la celebración de éste; y finalmente, que les imponen el deber de comparecer ante la autoridad de una religión a la cual ya no pertenecen, como lo es el Ordinario Eclesiástico.
Por los motivos brevemente expuestos salvo mi voto en cuanto a la declaración de constitucionalidad del artículo 2º de la Ley 54 de 19124 que hace la sentencia de la Corte.
Fecha ut supra.